martes, 22 de junio de 2010

Un dulce olor a mierda






Todos pensaban en el Palacio Municipal que el intenso olor a mierda que expelía el alcalde a determinadas horas del día, se debía a alguna grave enfermedad hepática o intestinal que le generaba ese insoportable aroma que todos sus empleados y colaboradores debían soportar.

Y no sólo lo soportaban: además, sabedores de que el nivel de tolerancia a la crítica y la frustración de Adalberto se acercaba peligrosamente a cero, optaban por sencillamente fingir una sonrisa nerviosa, atender con toda cordialidad las peticiones del gobernante, y retirarse sin dar atisbo alguno de la ilimitada repugnancia que semejante peste les generaba.

Esos eran los días eternos al lado de Adalberto cuando todavía gobernaba. Esa era la insondable dictadura del excremento y la simulación de que éste no expelía olor alguno.

Pero si bien todos conocían perfectamente este poco sutil defecto del alcalde, el hecho es que todos desconocían su verdadero y sencillo origen, en buena parte debido a la feroz protección que Cynthia daba a aquel patético obeso que con su infantiloide rostro apenas llegaba a los 40 años.

La realidad era no sólo simple, además de todo, era lógica. Si Adalberto olía a mierda era sencillamente porque estaba lleno de mierda. Así, literalmente.

Una historia que nadie conoció nunca de Adalberto fue que en su niñez su madre jamás emprendió la dedicada y delicada tarea de mostrarle a su único hijo el correcto manejo de los fluidos y materia fecal que arrojaba su cuerpo, por lo que al paso de los años, el pequeño se convirtió en joven y el joven en un hombre que jamás dejó de utilizar pañal.

A la madre, en un principio agobiada por la indiferencia de su marido obsesionado con sus negocios inmobiliarios, le aterraba la posibilidad de que su pequeño pudiese pasar por el menor de los sufrimientos, por lo que le partía el corazón la posibilidad de verlo sentado en un excusado frío e impersonal tratando de evacuar en contra de su voluntad.

Además, siempre recordó con ternura y emoción la ocasión en que el pequeño Adalberto se acercó hasta ella y le dijo por primera vez “mamá, tengo caca”, y metiendo su mano dentro del pañal embarraba sus dedos y la mostraba sonriente.

Como resultado de lo anterior, Adalberto tampoco aprendió acerca de higiene anal ni púbica, por lo que su madre siempre tuvo que asistirlo en estas complicadas labores aun en sus días como presidente municipal, siempre conmovida con el dulce aroma de las toallas húmedas que tanto placer le generaban a su hijo luego de haberlas debidamente pasado por el microondas para evitar esa espantosa sensación de frío en el tierno ano de su hijo.

Quizá por eso le tomó tanto cariño a Cynthia.

En aquella ocasión la joven entró a la oficina del alcalde a las ocho en punto de la mañana, hora en la que regularmente Adalberto todavía dormía. Sin embargo, esa mañana fue diferente.

Cynthia cruzó la puerta sin tocar como indistintamente lo hacía, pero al ingresar en el despacho sorprendió a la madre de Adalberto en la noble labor de higienizar los orificios extractores de su jefe, pero lejos de aterrarse con la imagen, la colaboradora del alcalde pareció entender de inmediato la situación, y en un inconmensurable acto de gentileza, procedió a ayudar a la madre con tan dulce tarea mientras la mujer guardaba silencio paralizada por la sorpresa y la desconfianza, una desconfianza que desapareció al cabo de un par de horas en las que entendió que el incidente no había sido casual.

Aquella fue la última vez que la madre de Adalberto tuvo que pisar el Palacio Municipal. En delante fue Cynthia quien voluntariamente se hizo cargo de atender las necesidades básicas de su hijo, casi podía sentirla como la mujer que finalmente podía ocupar su lugar cuando ella muriera y dejara a Adalberto abandonado, solo y a su suerte.

Desde entonces, era la joven Cynthia quien cambiaba el pañal del alcalde cuantas veces fuera necesario durante el día, quien lo amamantaba debidamente como la madre le había instruido, pues siempre le pareció un acto de crueldad despojar a su hijo del pezón maternal. Y aunque evidentemente había llegado un punto de su vida en el que no había más leche ni calostro que brotara de sus senos, se dio cuenta que un poco de crema ácida en los pezones y las areolas consolaban debidamente los impulsos lácteos de su hijo.

Y Cynthia seguía las instrucciones con soltura, con la abnegación, el cariño y el cuidado de una madre: sabía exactamente qué marca de toallas comprar, dónde comprarlas, el tipo de pañal exacto y sobre todo, qué gestos del alcalde significaban que otra vez había defecado.

Hasta en las sesiones del ayuntamiento, a varios metros de distancia, la colaboradora podía identificar exactamente qué significaba cuando Adalberto se levantaba de la mesa haciendo un puchero y señalando su trasero con el índice derecho; o cuando repentinamente gritaba la palabra “mami” y levantaba los labios haciendo la señal de succión. Ella lo comprendía perfectamente y procedía como sólo una madre sabe proceder.

Esos eran los días del alcalde y su colaboradora: los días en que las grandes decisiones se tomaban mientras Cynthia limpiaba la mierda de Adalberto y llenaba de talco su culo para que no se le rosara.

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