miércoles, 16 de junio de 2010

Pase usted a formarse













Nadie en el palacio municipal gritó cuando los encapuchados cruzaron la puerta principal: las armas, los pasamontañas y las miradas severas de los 14 sicarios que descendieron de tres camionetas al frente del sitio no sirvieron para provocar el terror que pretendían generar y para el que iban ya preparados.

El plan era disparar en contra de los dos escoltas del alcalde que normalmente resguardan la puerta de cristal así como del policía municipal encargado de velar la zona.

De ser necesario, darían un cachazo a las dos recepcionistas si no podían mantener la compostura y caían en crisis histérica, como seguramente sucedería.

Después caminarían por el pasillo principal hasta la sala del cabildo, donde según los informantes internos encontrarían a Mauricio junto a todos los regidores en plena sesión. Ahí lo matarían. Homicidio transmitido en vivo por internet. El mensaje contundente. El objetivo cumplido.

Pero algo andaba mal. Lo supieron desde que escucharon el sonido seco de sus pasos por el pasillo: no había escoltas, no había recepcionistas ni policía municipal a quien asesinar. No había nadie.

Todos los reportes de sus infiltrados decían lo mismo, que el vestíbulo jamás se quedaba solo y que al menos había un sujeto armado para responder cualquier eventualidad.

Y ellos eran una eventualidad, definitivamente lo eran.

Cada uno llevaba cuatro granadas y una aterradora AK 47, sin contar al menos un revólver corto en la cintura; sus camionetas eran blindadas y robadas justo para la ocasión, para cometer el asesinato más relevante de la década y terminar de una vez con el alcalde. Razones sobraban, lo sabían todos.

Se internaron en el corredor. El sopor vespertino hacía que sus pasos sonaran más lúgubres en aquel viejo edificio que, por un momento, sintieron abandonado y tenebroso, como si hubieran caído sin buscarlo en una trampa donde la muerte rondaba desde cada oficina vacía, cada rincón obtuso, cada sombra inmóvil.

Entonces lo vieron. Un delgado hilo de sangre brotaba desde la puerta cerrada de la sala de cabildo, al fondo del pasadizo, donde se habría una estancia con tres salidas.

El líder de los sicarios respiró profundo tratando de dilucidar qué demonios sucedía. Nada tenía lógica y sólo lograba entender que nada estaba saliendo como se tenía planeado. Malditos informantes, hijos de puta. Alguien debería morir por semejantes errores.

Quiso buscar la mirada de alguno de sus compañeros pero sabía que mostrar su inseguridad equivaldría a quedar como mariquita frente al comando. No. Tenía que seguir. Tenía que abrir la puerta de cualquier modo y cumplir el objetivo.

De no hacerlo, pensó, no viviría para contarlo y nadie tenía ganas de morir en aquellos días.

Se acercó en silencio a la puerta del extremo derecho, la de la sala de cabildo. Acercó el oído tratando de escuchar algo del interior. Nada. El más helado silencio.

Llevó la mano al picaporte y sintió un escalofrío antes de tocarlo. Se detuvo. No, las cosas no podían ser así de sencillas. Nunca lo eran. Por más fácil que pareciera un homicidio siempre había variables que salían de control. Esto no podía ser así.

Sin pensarlo más dio una patada a la puerta abriéndola violentamente. Cerró los ojos y disparó una larga ráfaga en todas las direcciones. Gritaba mientras lo hacía. Lanzaba maldiciones y lamentos. Insultos hacia las personas que no veía pero que debían estar ahí, a los funcionarios que mataba, a los ciudadanos que no tenían nada que hacer ahí pero igual estaban y morirían; al alcalde con toda su arrogancia y fanfarronería, con sus pactos incumplidos que lo llevarían a morir, el muy cobarde. Un frenesí de locura y muerte para dejar la huella de su paso marcada con balas y con sangre. La firma de un pintor escrita con un cuerno de chivo.

La sorpresa vino al abrir los ojos.

Mauricio, su secretario del Ayuntamiento, los regidores y los síndicos; los reporteros que cubrían la sesión, empleados del municipio y cualquier otro ser humano presente en el edificio estaban ahí, en la sala. Todos bañados en sangre, todos rociados de balas, todos muertos.

En la cabecera de la mesa de sesiones estaba Mauricio con el rostro destrozado por lo que parecía ser múltiples disparos desde muy corta distancia. Le habían arrancado las uñas de la mano derecha, lo habían golpeado en todo el cuerpo. Le faltaban dos dedos y una oreja. Los pantalones abajo y las nalgas negras de tantos moretones. Alguien se tomó tiempo para asesinarlo.

La sangre se veía fresca. Quien lo hubiera hecho, lo hizo minutos antes de su llegada al palacio. El jefe de sicarios no entendía.

Con la voz quebrada ordenó a sus subalternos correr a las camionetas. Lo obedecieron confundidos y atemorizados. El sicario observó unos minutos más la escena.

Al llegar a su camioneta, tres vehículos similares se detuvieron frente a la puerta del palacio municipal. De ellas bajaron 15 personas, también armadas y encapuchadas. Indeciso, se acercó hacia el hombre fuerte del segundo comando, quien ya los observaba con desconfianza.

El jefe del primer grupo bajó su arma y se quitó el pasamontañas. Tardó un instante en hablar.

“Llegan tarde. Ya lo matamos”.

El hombre del segundo comando maldijo y abordó su vehículo lleno de incredulidad. Huyó.

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